viernes, mayo 28, 2010

El encuentro

La noche era cálida y húmeda, como esas clásicas noches de verano de Buenos Aires. Vos estabas ahí, pasando desapercibida, sentada en un rincón del cuarto en una silla de madera vieja y gastada. La pared y la mesa servían de marco a tu persona, con un encuadre perfecto digno de una pintura famosa.
La gente conversaba entusiasmada y por momentos a los gritos, aguardando el evento que acontecería minutos luego. La escena era nueva para mi, lo cual me llenaba de curiosidad. Pero algo extraño, como una chispa, una extraña atracción, hacía que cada tantos segundos tuviera que girar inevitablemente mi cabeza en dirección al rincón, donde reposabas. A pesar de los diálogos, a pesar de los invitados, a pesar de la escena, una curiosidad más fuerte me llevaba a observarte.
Nunca estuve seguro que es lo que generaba esta chispa. Quizás fuera la forma de sentarse, de relajarse sobre la silla, tan particular, tan llena de paz. O la posicion de su cabeza y sus brazos, cayendo libremente sobre su falda. O quizás fuera la manera de mirar, de concentrarse sobre cada objeto pero no obesivamente, sino analizándolo en profundidad, por una faceta, luego otra; una mirada llena de curiosidad e intriga, pero a la vez una mirada instruída, que ocultaba varios siglos en su interior.
Probablemente fuera un poco cada cosa, pero lo más llamativo, lo más eclipsante, era su actitud, tan pasiva y pacífica desde lo externo, pero tan activa y agitada en su interior, que lanzaba rayos de energía cruzando la sala y llegando hasta la otra esquina del cuarto, donde estaba yo, hipnóticamente girando la cabeza cada vez que uno de los rayos me alcanzaba...

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