Me siento como atrapado en una película de Lynch, con imágenes salidas de sueños flotando en la espesa neblina de una noche infinita. Contemplo a las personas como personajes de historietas que jamás leeré y maldigo los momentos en que compartí cosas con ellos. Busco salir del túnel pero en el extremo no hay una luz blanca que me guíe sino una lejana similitud a un mar de orejas que escuchan todo lo que digo y pienso, controlando cada paso que doy, retorciéndose con cada grito y amenazando con publicar mis secretos mejor guardados.
Corro y grito. Huyo. Pero sólo para encontrarme que estoy en el mismo lugar donde salí, en la misma película con ancianos de 25 años desnutridos que me pellizcan los cachetes y me dan nalgadas.
Ya no soy quien era pero sigo sin saber quien soy. El rollo de celuloide tiene un final pero dentro de la lata es imposible ver cuánto falta. El rollo de celuloide es resistente, pero nadie sabe cuanta presión puede soportar antes de cortarse. ¿Qué dibujará la pantalla en el instante anterior al quiebre? ¿Qué sonido retumbará en ese preciso instante? ¿Qué sombras se proyectarán a lo largo del telón blanco? ¿Cuántos pájaros de fuego sobrevolarán la sala cuando la banda de sonido llegue a su fin?
Una escena. Una cajita azul que se abre, una llave que no abre ninguna puerta y una vida que perdió el hilo del guión que le escribieron.